Hay personas
que parece que no pueden escapar a su destino. Es como si nada de lo que
pudieran hacer o decir, pudiera evitar un fin establecido de antemano por algún
tipo de fuerza invisible capaz de trazar el final de la biografía de algún
hombre, aunque este sea el caso de un noble poderoso.
Ali ibn al-Athir (1160-1233) es un historiador árabe,
que vivió en la zona que conocemos como Oriente Medio, durante parte de la
época de las Cruzadas, ya sabéis aquella serie de guerras desastrosas que
tiñeron de sangre, tanto cristiana como musulmana, las tierras de Palestina,
Siria, Líbano… durante los siglos del Medievo. Es más, al-Athir participó en
distintas batallas, ya que fue un soldado al servicio del famoso Saladino
(c.1137-1193).
Gracias a su
obra escrita, conocemos la historia del visir de Egipto al-Afdal (1066-1121), y
más en concreto de su hijo Sharaf,
bastante supersticioso, por cierto, como tendréis ocasión de conocer en breve.
Sharaf fue
un general victorioso, pero cuando trataba de rematar al adversario surgía
alguna complicación de última hora que evitaba un triunfo que hubiera sido
decisivo para acabar con los cruzados. Así, en 1102, un ejército egipcio de
20.000 hombres cogió por sorpresa a las tropas de Balduino I cerca del puerto de Jaffa. El mismo rey cristiano de
Jerusalén tuvo que esconderse boca abajo entre los juncos para no caer
prisionero, mientras la mayoría de sus soldados eran masacrados. Ese día, el
ejército de El Cairo podía haberse apoderado de Jerusalén pues la ciudad
carecía de defensores y el rey estaba desaparecido, según nos cuenta el
cronista al-Athir, pero la llegada de refuerzos cruzados por mar y la
indecisión de Sharaf hizo que no prosperara la operación militar.
Al año
siguiente, y al otro, el señor de El Cairo volvió a intentarlo, pero siempre
algún acontecimiento improvisto frustraba las intentonas de Sharaf. Era un
general valeroso, pero -nos dice Ibn al-Athir-, sumamente supersticioso:
“Le habían predicho que iba a morir
de una caída de caballo y, cuando lo nombraron gobernador de Beirut, mandó que
levantaran todo el empedrado de las calles por miedo a que resbalara su
cabalgadura. Pero la prudencia no pone a cubierto del destino.”
Sharaf murió finalmente en el campo
de batalla: se le encabritó el caballo en un momento de calma, sin que nadie lo
atacara, y murió tras la caída. De esta manera murió haciendo cierta aquella profecía maldita, haciendo vano cualquier esfuerzo de intentar evitar su aciago destino.
Fuente
principal: Las cruzadas vistas por los árabes, de Amin Maalouf.
Imágenes: Wikipedia.
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