Buceando en la leyenda

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domingo, 15 de mayo de 2016

El sacerdote que apuñaló a un rey.

Durante la segunda mitad del siglo XVI, y mientras que la España de Felipe II vivía en el cénit de su poder imperial, su país vecino al norte de los montes Pirineos, se desangraba en una serie de guerras interminables. Las divisiones religiosas ocultaban una lucha atroz por el poder de las familias aristocráticas francesas más relevantes. De un lado los católicos, de otro la familia real de los Valois, y de otro la de los protestantes, que en Francia eran conocidos como los hugonotes. En definitiva, se produjo uno de los muchos Juegos de Tronos que ha salpicado la historia, y que suelen acabar como ya sabemos: miles de muertos, siendo la mayoría de las clases más humildes, y un nuevo aristócrata subido al trono real.

Como el objeto de este blog es contar historias no demasiado largas, me voy a centrar en uno de los momentos más decisivos de todo el conflicto.

El 1 de agosto de 1589, las tropas reales de Enrique III estaban asediando la siempre importante ciudad de París. Unos meses antes el monarca cometió uno de los muchos crímenes infames que salpicaron la larga guerra civil; había llamado a su presencia al líder del bando católico, el duque de Guisa, que asistió de manera obediente (no se esperaba menos de un leal vasallo, a su llamada). Hay momentos en los que los hombres bajan la guardia ante la amenaza de ser traicionados, y cuando un noble francés es llamado a formar parte de unos Estados Generales, es decir una reunión parlamentaria, fue uno de ellos, ya que el duque acabó siendo presa fácil ante las numerosas estocadas que recibió de los hombres del rey.

Al día siguiente su hermano, llamado el cardenal de Guisa, correría la misma suerte, siendo descabezado de este modo el bando de los católicos. Como se verá más adelante, al rey poco le duraría la alegría.


Imagen que representa el apuñalamiento del rey Enrique III por parte del sacerdote Jacques Clément.


En una época tan violenta, llena de traiciones y asesinatos, sería muy importante poder contar con unos hombres fieles con los que poder cubrirse uno las espaldas. Además de eso, no sería posible confiar en mucha gente. A priori, hay un grupo social que es difícil de sospechar de que pueda mancharse las manos de sangre, y es el de los sacerdotes, o eso, al menos, es lo que debió de pensar el rey aquel día de verano.

A Jacques Clément, clérigo dominico, no le tuvo que sentar muy bien la noticia del mezquino asesinato de los hermanos Guisa, por lo que decidió pagar con la misma moneda a su soberano. Con la excusa de que llevaba cartas importantes desde la asediada ciudad de París, le fue concedida la audiencia personal ante el mismísimo Enrique III de Francia, que recibió al "hombre santo" con la más absoluta de las confianzas. Tanta que no fueron revisados sus ropajes, ya que ocultaban un arma blanca, capaz de matar a una persona por más sangre real que llevara en sus venas de color azul.

Cuando el monarca estaba leyendo la primera de las misivas sintió como la hoja afilada de un puñal atravesaba su bajo abdomen, aunque tuvo el coraje y la fuerza necesaria de sacarse el arma de sus entrañas y, con él mismo, darle una estocada al futuro matarreyes en su mismo rostro que pudo ver. Las heridas fueron letales y moriría la día siguiente el rey de Francia, aunque pudo nombrar como sucesor al protestante Enrique IV, el que sería el primer rey Borbón de Francia.

Así acabó la dinastía Valois, aunque no la guerra. Al monje homicida le esperaba una muerte atroz, como él mismo cabía de esperar: fue desmembrado en público y quemados sus restos, convirtiéndolos en cenizas que acabarían siendo arrojadas al río Sena, para que desaparecieran así para la eternidad.

En la España del siglo XIX tuvimos un caso de apuñalamiento real con muchos parecidos al anterior; se ve que el caso de Clément hizo escuela. En el mismo año de la Revolución francesa (1789) nació Martín Merino y Gómez en Arnedo (La Rioja, España), el que sería conocido como el cura Merino (no tiene nada que ver con el famoso guerrillero de la guerra de la independencia española contra los franceses y que era llamado de la misma forma).

Sin motivos aparentes como los del regicida francés, y sin pertenecer, según su mismo testimonio, a ninguna organización anarquista, que por entonces se empezaban a atentar contra reyes y presidentes en los países europeos, decidió que debía de acabar con la vida de la joven reina Isabel II de España, que en 1852 contaba con tan solo 21 años de edad, y acababa de tener a su primera hija.

Cuando regresó al Palacio Real, después de asistir a una misa en una iglesia de Madrid, un extraño sacerdote se le acercó con no muy buenas intenciones. Una vez más, las sotanas fueron un salvoconducto que guiaron la mano homicida hacia la presencia real, y una vez más fueron los hábitos religiosos los que albergaron el arma mortal, aunque esta vez el azar el que salvó la vida del monarca. La reina vestía un corsé con unos materiales de bastante dureza que impidieron que la herida producida por el estilete del cura Merino fuera mortal. Dicho corsé, que podéis ver en este enlace, era portado por la reina Isabel para recuperar su figura tras el embarazo de su hija.


El cura Merino.


Como al homicida del rey francés Enrique III, el destino del frustrado regicida español fue la muerte atroz, esta vez con previo juicio, a garrote vil, y la incineración de sus restos, que fueron esparcidos en una fosa común.



Fuentes consultadas:

-The french religious wars 1562-1598, de
-Wikipedia.
-Imágenes extraídas de Wikipedia.








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